martes, 18 de mayo de 2010

LAS HIJAS DEL ESPEJO (2)

III.
Quedan siete horas y las preguntas comienzan a aglutinarse en mi cabeza como animales sedientos frente a una fuente. El descubrimiento no sólo es desconcertante por si mismo, también lo es por su contenido, ya que lo que tengo ante mí es, con casi toda seguridad, una ciudad humana. Aún estoy lo bastante lejos como para centrarme en los detalles pero apenas tengo dudas. Quizás esté haciendo gala de una arrogancia propia de una mente angustiada ante la falta de respuestas, pero algo me dice que no. Según el mapa cartografiado por mis sensores, me hallo en las afueras de un perímetro que intensifica su actividad y su tamaño justo en el centro. No se si ésta será la única ciudad de un planeta tan pequeño, pero mi instinto me agita con fuerza poniendo mi mente rumbo a esa posibilidad. Mis pasos se endurecen y apresuran su marcha. Antes de darme cuenta estoy corriendo, cegado por las ansias de comprender. Al llegar, el asombro calma mis fuerzas. Efectivamente mi intuición respecto a su humanidad estaba en lo cierto. Los pormenores son determinantes y las pruebas demoledoras: vehículos, tiendas, calles, casas… todos los elementos de lo que parece la réplica de una ciudad terrestre de, aproximadamente, mediados del siglo XXI. Cualquiera que viese esta imagen pensaría que se trata de la Tierra, de no ser por dos detalles muy intrigantes. El primero hace referencia al lenguaje escrito, puesto que, tanto letras como números, son abundantes dondequiera que fije la vista. Lo curioso es que, de entre todo lo que, desde aquí, soy capaz de leer, distingo muchas lenguas. Todas ellas del mismo origen que el resto de elementos. El segundo detalle está desgarrando la tela que mece mi cordura, a medida que se va extendiendo: la imagen de una mujer.
Como si de un icono publicitario se tratase, el rostro de una mujer puebla todo aquello que aún sobrevive al influjo del tiempo. Siempre la misma mujer. Con diferente aspecto, edad y apariencia, pero siempre la misma mujer. La incredulidad ennegrece mi capacidad de discernimiento. La única acción que me permite mantener la fe en mi buen juicio me lleva a una de las viviendas. Instintivamente busco la que parece más consistente. Tal vez allí los objetos que encuentre se hayan podido conservar mejor. En parte así es. Otro extraño impulso me lleva a ojear los pocos libros con los que me topo. La mayoría están escritos en cirílico. En todos los que van encabezados por las ilustraciones de los autores aparece de nuevo la misteriosa mujer. Seguidamente me pongo a buscar retratos, fotos, pinturas, hologramas y demás objetos que me sirvan de puente visual hacia el pasado. Da igual. Mire donde mire, siempre veo lo mismo.
Tras abandonar la estancia, empiezo a repartir sensores perimetrales por diferentes zonas para que recojan toda la información posible y, así, poder analizarla con cierta tranquilidad en mi nave. Es un proceso que dura bastante y, aunque los acontecimientos recientes me invitan a seguir indagando, mis huesos merecen reposo. Demasiadas emociones amontonadas en un mismo día, de modo que buscaré un lugar sereno que albergue colores lo menos llamativos posible, para así poder calmar mi evidente estado de excitación.
Decido alejarme del centro de la ciudad y permanecer sentado en el rincón de un edificio parcialmente derruido, cuyos huecos asoma al paraje verdoso que nos rodea. A medida que el tiempo se va acomodando conmigo, la fuerza de lo acontecido hace aflorar múltiples cuestiones e hipótesis en mi cabeza. ¿Por qué esa mujer? ¿Por qué esa y no otra? ¿Cómo es posible que sean todas la misma? ¿Por qué sólo mujeres? ¿Dónde están los hombres? ¿Pudieron reproducirse sin necesidad de ellos? ¿Qué les pasó?
Todos estos interrogantes se van sumando a la sólida imaginación que los viajes estelares me obligaron a forjar, con el deseo de que tal unión me dé la capacidad de elucubrar unas pocas teorías, cuanto menos, creíbles.

IV.
A medida que las preguntas pasaban desapercibidas en busca de unas respuestas que no daban pie a ser encontradas, comencé a imaginar cómo sería aquel mundo en el que, externamente, no había nada más que un sólo ser. Por lo pronto pensé que su nivel de percepción sería mucho más agudo y minucioso, en cuanto a los detalles y que, seguramente, los sentidos del tacto, el olfato y el gusto tendrían más fuerza y consistencia a la hora de establecer contacto entre ellos y de reconocerse. Quizás las caricias, los susurros y los olores tuviesen un impacto mucho más profundo en su forma de relacionarse. La vista se centraría en las imperfecciones de los rostros y de los cuerpos, como símbolos a la hora de afirmar las identidades, y la búsqueda de la perfección estética, tal y como la conocemos en ese mundo al que, patéticamente, llamamos civilizado, ya que adherir tal término a un funcionamiento social que prejuzga y clasifica a las personas, de forma tan inusitada e injusta, no deja de ser sino uno de los muchos motivos por los cuales huí de allí. Tal búsqueda sería absurda, puesto que se convertiría en la condena a muerte de unas singularidades imprescindibles. El oído distinguiría, de forma mucho más eficaz, voces, acentos, idiomas y dialectos; otorgando más valor e importancia a la riqueza lingüística. El hecho de tener todos los seres el mismo rostro, daría más sentido al descubrimiento de la belleza interior y de sus aptitudes y, por otro lado, puede que no hubiese cabida para guerras o crímenes. Sería muy difícil para una persona matar al reflejo de su “yo” exterior. Aunque, por otra parte, el hecho de verse atrapadas en un cuerpo sin identidad propia puede que frustrase a muchas de estas personas, hasta el punto de querer destruir a las demás o a ellas mismas.
Sería muy interesante haber podido observar el sentido que una sociedad sin hombres daba a la sexualidad, y donde la búsqueda de aquellos elementos que sirven para excitar tendría otro rol y otros significados. Del mismo modo, el sexismo también permanecería confinado en la inexistencia.
Mis ojos empiezan a desprender un brillo intenso ante tales ideas. Se trata de una visión que genera en mí una creciente angustia mientras voy comprendiendo que tal visión no sólo forma parte de las entrañas de una esperanza ilusoria sino que, dentro de poco, no podré salvar ni su recuerdo. Por si no fuera suficiente, el hecho de tal brevedad está haciendo crecer en mí el deseo hacia esa mujer que albergó tantas y tantas conciencias. Quedan cinco horas. No puedo perder más tiempo. Reanudo mi marcha hacia el centro de la ciudad.
El tramo es largo, pero mis fuerzas están alentadas por las ganas de poder escribir un final digno para este mundo. Necesito comprender el porqué de algo así. Ha pasado una hora y ahora mismo me encuentro frente a un lugar insólito pero esencial en cualquier sociedad: un cementerio. La premura marca mis pasos pero el sitio bien merece un paréntesis. Al entrar en él me percato de que las tumbas son, al igual que todo lo demás, reminiscencias de los sepulcros cristianos pero sin símbolos religiosos. Muchas de las imágenes, que pueblan las lápidas, me muestran cómo fue esta mujer cuando el tiempo espolvoreó las pinceladas de la vejez sobre su cuerpo. La situación no me permite más que realizar una sencilla reverencia y seguir avanzando.

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