martes, 28 de diciembre de 2010

LAS HIJAS DEL ESPEJO (Final)

V.
Estoy ante el centro de la ciudad, comandado por un majestuoso edificio que destaca entre los demás. Es como si fuese una especie de hospital. Mis sensores indican la existencia de un objeto cuya masa está constituida por materiales que no pueden reconocer. Hacía allí me dirijo.
Tras abrirme paso entre varias salas, y bajar un sinfín de escaleras, llego a un recinto custodiado por una puerta imponente y fuertemente reforzada. A su lado hay un panel de mandos inutilizado. Creo que puedo usar parte de la energía de mi equipo para abrirla. Me quedan tres horas escasas para la colisión y necesito dos, como mínimo, para volver a mi nave. Las prisas siempre me ponen nervioso. La puerta comienza a activarse. De momento todo va bien. Hago uso de mis sensores para que descodifiquen lo que parece ser una clave de seguridad ordinaria. No creo que tenga demasiada dificultad. Afortunadamente toda aquella tecnología resulta obsoleta en comparación con la mía. La puerta se abre de forma parsimoniosa. Al finalizar su recorrido, un escalofrío recorre mis extremidades mientras el estupor cercena mis palabras. Una de las primeras naves que inició la exploración espacial, hace más de cien años, parece darme la bienvenida a la estancia. ¡Ésto es imposible! En lugar de despejar mis dudas acabo de maniatarlas con más fuerza a mi razón. Avanzo hacia ella y activo la secuencia de apertura. La nave aún posee autosuficiencia. Una vez dentro pongo rumbo a la cabina principal, lugar en el que se encuentra el objeto extraño. Al llegar lo encuentro. No tiene más que unos ochenta centímetros de altura y unos cincuenta de anchura. Su diseño resulta de lo más simple: se trata de un cilindro negro con dos pequeñas esferas sobresaliendo de sus extremos. A pesar de su rareza es, sin embargo, algo familiar lo que más llama mi atención. En una de las paredes hay una fotografía de lo que, supongo, fue la tripulación de esta nave. No consigo dar crédito pero uno de sus componentes es aquella mujer. Esas son la sonrisa y las facciones que, desde hace unas cuantas horas, invaden mis obsesiones. Es la única mujer de la foto.
Como si fuese parte de un protocolo de emergencia, corro a revisar los diarios de navegación buscando un nombre femenino. Aquí está. Siento como si me hubiese encontrado con una vieja amiga. A medida que voy leyendo, mi gesto asume la información sin que cese el asombro. Por lo que leo, fue la única superviviente después de que un fallo en los propulsores lanzase la nave hacía el espacio profundo, sin control. Tras varios meses a la deriva, la casualidad quiso que entrase en el campo gravitacional de este planeta. Utilizando la energía de reserva consiguió aterrizar. Una vez en tierra enterró los cadáveres de sus compañeros e intentó valerse de todo lo que pudo encontrar para sobrevivir. Durante su exploración halló un singular objeto del cual poco pudo averiguar. La única conclusión a la que llegó fue que se trataba de un aparato para duplicar la vida. Una máquina de clonación. De nuevo me quedo en blanco. Por enésima vez silencio mis pensamientos, y parto de cero para construir todas las respuestas desde los cimientos. Todo cobra sentido. Una sociedad de clones.
Cada nave posee una extensa biblioteca integrada en su ordenador principal, que no sólo nos sirve de guía, sino también de tarjeta de presentación. Algo imprescindible en estos viajes. De ahí pudieron haber aprendido. Utilizando la información como una gran escuela. ¡Fascinante!
Los números de mi reloj empiezan a agotarse. He de actuar rápido. Lo primero es tratar de llevarme esta máquina conmigo. No puedo permitir que algo tan importante desaparezca. Por suerte no supone un problema de tamaño o de peso. Me apresuro a amarrarlo con fuerza a mi espalda y emprendo el viaje de regreso. Es curioso pero ¿cómo funcionará? Las presiones de tal intriga obligan a mi cuerpo a detener su actividad. A pesar del riesgo vuelvo para leer de nuevo el diario de navegación. En él veo que, para que el objeto funcione, es necesario presionar las esperas de sus extremos de forma simultánea hasta que se abra. Una vez abierto hay que introducir una muestra de tejido en su interior y volver a cerrarlo, presionando nuevamente sus esferas. El objeto variará de forma, amoldándose al tamaño del huésped durante el proceso de clonación y de crecimiento. Supongo que su tamaño actual significará que no sólo ha de duplicar la vida, sino también ser vientre y cuna de ésta hasta que pueda valerse por si misma. Es la primera madre inerte que conozco. Tras esta reflexión, otro impulso desgarrador acelera mis piernas y mi respiración. Voy camino del cementerio. Salgo del edificio y observo que el cielo empieza a oscurecerse de forma repentina. El fin del mundo asoma su semblante inicuo, deshaciendo, a cada instante que pasa, mis posibilidades de supervivencia. Al llegar inclino mis rodillas frente a la primera tumba que encuentro y empiezo a cavar. Tras unos segundos de furia incontrolada la necesidad de aire me permite razonar durante unos segundos. No llegaré a tiempo cavando. Sin pensarlo dos veces utilizo mi arma contra la tierra. Tras varios disparos llego a lo que parece el féretro. Esta destrozado por los impactos. Vuelvo a hacer servir mis manos para retirar escombros y, finalmente, descubro un trozo de hueso que no tardo en guardar. Aun así no se si podré alcanzar mi nave. De modo que, mejor morir corriendo que viendo como se desvanece este hijo predilecto del universo. Ya no hace falta ni que mire ni el reloj, pues el cielo es ventana más que suficiente ante el advenimiento del último visitante que tocará este suelo. A lo lejos veo el carruaje de mi salvación. Casi sin aliento, intento empujar mis ánimos imaginando la recompensa que obtendrá mi soledad, una vez haya utilizado la máquina para traer a la vida aquel rostro que tanto deseo.

VI.
Por fin estoy dentro. Sin tiempo para retomar el pulso, activo el ordenador, los propulsores y la secuencia de despegue. Me doy cuenta de que no he recogido los sensores perimetrales que coloqué al principio, pero poco puedo hacer y, si he de ser sincero, poco me importa. Al elevarme cierro los ojos en clara señal de alivio y huyo de aquellos parajes que parecen erizarse, amedrentados ante su inminente destino. Una vez estoy fuera de peligro no puedo sino contemplar como el planeta se sumerge en una explosión silenciosa. El espectáculo resulta cegador pero inolvidable. Las lágrimas desfilan a través de mis mejillas en señal de duelo y de respeto. Ya no queda nada más que una enorme bola de fuego en el vacío y un relato en mi memoria.
Con el hueso agarrado voy hacia la máquina. Pongo mis manos en las esferas de sus extremos hasta abrirla. Introduzco el hueso en el interior y repito el proceso en sentido contrario. La máquina empieza a iluminarse. Mi nerviosismo se traduce en gozo, excitación y en impaciencia. No se cuanto he de esperar. La curiosidad resulta un arma demasiado poderosa como para no utilizarla. Me aproximo a ella, su luz ha disminuido. Su envoltura se vuelve transparente y el hueso que yacía en su interior acaba de disolverse. En lugar de él, un pequeño punto blanquecino aparece y comienza a crecer. A medida que pasan los segundos va tomando forma. La máquina empieza a aumentar de tamaño al tiempo que lo hace aquello que, en un suspiro, será un feto. La velocidad de crecimiento es impresionante. Mi corazón ruge con fuerza y mis ojos recuperan la pasión de un niño ilusionado. Es un premio justo. La vida continua abriéndose camino hasta que un silencio aterrador agrieta mi espíritu. No se lo que está pasando pero la máquina no para de crecer y lo que yace dentro… no es humano.

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