viernes, 9 de abril de 2010

LAS HIJAS DEL ESPEJO (1)

I.
Es extraño cómo la soledad puede aferrarse, de tan distintas formas, en la percepción de una persona meticulosa. Este es mi decimocuarto viaje y apenas me siento capaz de distinguir entre quietud y desidia. ¿Será posible que el estar tanto tiempo compartiendo todo conmigo mismo, haya hecho crecer en mí un ritmo y una monotonía propios de un autómata? Sea así o no, estoy más que harto de estar solo. Es una contrariedad interesante. Llevo casi media vida buscando la mejor manera de huir de las multitudes y, ahora que la encuentro, lo que ocurre es que me está consumiendo. Ha resultado ser una traición demasiado dulcificada, pues nunca la paz llegó a quebrar tanto los pensamientos de ningún navegante. Quizás, lo que me pasaba era que jamás llegué a sentirme a gusto o arropado por el mundo en el que acomodé mis costumbres. No se trataba de un problema de espacio sino de identidad, y no hay nada más desconcertante que palpar el gusto del vacío cuando alguien grita tu nombre.
He completado el octavo mes desde el último mundo que exploré. Lo cierto es que la curiosidad manda a la hora de nublar el resto de mis ambiciones. La curiosidad es el motivo por el cual un ser humano puede llegar a soportar el tormento de hacer de su vehículo una celda, de la que no puede brotar la más mínima esperanza de fuga, pues lo que hay fuera posee todos los elementos que van en contra de la vida misma, al menos como yo la conozco. Es lo que yo llamo la paradoja del condenado, por un lado desesperado por la huida imposible, por otro, aliviado y amamantado por el propio confinamiento. Cuanto más tiempo pasa, más convencido estoy de que la existencia es la principal y más amaestrada discípula del sarcasmo. Otra de las grandes particularidades que tienen los viajes estelares, cuando la rutina es su alimento, es lo magnificado que se muestra cualquier detalle inesperado: una luz que no suele encenderse, un sonido que expulsa tonos que nunca escuché. En este caso han sido ambos. La primera señal llevaba ocho meses sin parpadear. Casi parecía que estuviese guiñándome su único ojo, con la intención de levantarme un castigo. Un planeta “C”. Así se les conoce porque han sido etiquetados como futuribles colonias humanas debido a su extraño parecido con la Tierra, en el caso de que ésta acabe siendo destruida o resulte, sencillamente, inhabitable. Lo cierto es que los datos que recibo me informan de que se trata de un mundo mucho más pequeño que el propio planeta azul. Con una superficie que es agua casi en su totalidad. Sólo contiene una diminuta porción de tierra, la cual parece atraer a mi nave como si la impaciencia y la curiosidad fuesen, también, parte de ella. La verdad es que la primera luz del indicador trae siempre consigo la tranquilidad de la mayoría de mis alteraciones de ánimo. No porque las elimine o las amanse, sino porque me permite no pensar en ellas. En estos viajes, pensamiento y obsesión, rara vez suelen tomar caminos distintos. Dentro del goce que siento, hay una leve inquietud que aumenta a medida que mis preguntas no consiguen hallar motivos. Ese sonido no tenía razón de ser. Por si acaso dedicaré unos minutos, u horas si fuese necesario, a chequear los instrumentos. Todo parece en orden. El sonido no es que sea demasiado estridente, es más, en otras condiciones, bien podría haber pasado desapercibido.
Ya lo tengo. Según el manual, que parecía recibirme con gesto de exclamación, el sonido indicaba “ruta de colisión”. Lo cual quiere decir que este pobre planeta apura sus últimos suspiros mientras otro astro avanza hacia él de forma irremediable. Según las lecturas, dicho astro posee una masa y un tamaño que suponen la mitad del propio planeta, lo que significa que la destrucción será absoluta. Debo intentar tranquilizarme, pues las ansías podrían llevarme a tomar decisiones precipitadas. De momento seguiré el protocolo e intentaré averiguar el tiempo del que dispongo y, si los análisis y comprobaciones no me dan la espalda, me equiparé de forma apropiada y bajaré.

II.
El aterrizaje ha conseguido que instrumentos, luces, alarmas y velocidades formen una sinuosa danza, que, suavizada con algún que otro toque de jazz, bautiza el último redoble de un lugar del cual no puedo despedirme porque no conozco su nombre. Cuando lo tengo todo dispuesto, tan sólo espero el humilde cosquilleo que hace que actor y personaje se fundan antes de salir a escena. Es el más atento de mis aliados y el mejor instrumento de defensa que hubiese podido construir nadie. Las puertas concluyen su camino. El ímpetu no hace más que susurrarme ánimos de desobediencia. Mis manos se unen a tal reclamo, y actúan contra mi voluntad racional desabrochando el casco del traje que me aísla del exterior. La luz natural y el aire son rechazados por mi cuerpo gracias a la decadente vagancia que otorga el hacer, de un acto, tradición. La gravedad cumple su ley y me arrastra hacia el suelo ante la pasividad de mis fuerzas. Una vez superados los primeros contratiempos inicio mi marcha. Según el ordenador no tengo más que nueve horas antes de que todo esto se convierta en un impulso de mi memoria. Al mirar hacia el cielo distingo inmediatamente la forma y los destellos de ese destructor flamígero, cuya apariencia no es sino la sonrisa farsante y traicionera de quien oculta un puñal bajo su manto. La perplejidad absorbe mis movimientos, una vez que mis ojos vuelven a marcar su rumbo hacia adelante. Son los primeros horizontes que distingo en mucho tiempo. El paisaje es abrumador. Si no fuera porque no poseo el don de liberar mis sueños, yo juraría que vuelvo a estar en Irlanda. La vegetación y un cielo grisáceo hubieran resultado una carta de presentación más que suficiente si la situación, el momento y el lugar hubiesen sido distintos. No obstante, los continuos balbuceos de la razón me obligan a dirigir pensamientos y actitud hacia un comportamiento, en el que prima un cierto respeto temeroso por el deber, y mucha cautela ante el destino pérfido que la casualidad ha reservado para tanta belleza presente.
Los primeros análisis son bastante alentadores. Vida vegetal y animal en abundancia. Esta es la principal característica de los planetas “C”. Dichos análisis me invitan a sonreír, pero también a no descuidar mi seguridad ante el posible ataque de cualquier criatura. Por ello mantengo mis armas siempre activadas. Tras varios minutos caminando observo muchos seres vivos, aunque ninguno de tamaño considerable. El silencio y la quietud son los pregoneros de mi marcha. Mis facciones empiezan a asumir un gesto taciturno. Por fortuna, los sensores de mi traje acaban de detectar una serie de alteraciones que ponen fin al deprimente tedio de mi viaje. En efecto, como si fuese el preámbulo de una portentosa puesta en escena, unos gigantescos árboles se alzan ante mí, custodiando el destino de esta travesía. Y, tras ellos, una imagen que permanecerá en mi memoria mientras sea yo quien posea el control sobre ella: una ciudad en ruinas.

Texto: Edu Gíl
Ilustración: Dani Gómez

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